“Catalepsia.- (Del lat. catalepsis) Enfermedad nerviosa caracterizada por una pérdida de la movilidad voluntaria y rigidez plástica de los músculos. El estado cataléptico puede aparecer como síntoma de la epilepsia, narcolepsia o esquizofrenia y, en ocasiones, en el trastorno de conversión, una forma de trastorno mental. Aunque las funciones circulatorias, respiratorias y digestivas continúan, pueden disminuir hasta hacerse totalmente imperceptibles. En estos casos, la catalepsia se parece médicamente a la muerte.”
Yo no estoy muerta. No, no lo estoy. Puedo parecerlo tal vez, pero no lo estoy. Mis labios han de estar ahora resecos y morados; mi rostro, pálido e inexpresivo; mis ojos abiertos hacia la nada, pero yo no estoy muerta. Una horrible señora me ve con una falsa lástima y comienza a gritar escandalosamente alrededor de mí. Cállese, deje de gritar, me altera. Sé que no puedo moverme para decírselo, pero en verdad me altera. Si tan solo pudiera abrir la boca, la pondría en su lugar. Una mosca da vueltas por mi mejilla derecha, sin provocarme siquiera cosquillas. Vete, pequeña, vete. Mi cuerpo no responde, maldita sea.
No es la primera vez que algo así me ocurre, ya de muy niña papá y mamá sabían de mi enfermedad y, si bien sufrían en silencio, supimos superarlo, inclusive hasta el día en que, creyéndome curada, estuve lista para viajar a estudiar al extranjero. Nunca me gustó ser una carga para mis papis, los amo y quiero que estén orgullosos de su única hija, por lo que puse todo de mí en las terapias y luego en los estudios para postular a una beca en el extranjero.
Tomó seis años detener las recaídas conté cada día hasta que lo logré, o al menos creía haberlo logrado. Pese a mis constantes “horas perdidas”, conseguí mi tan soñada beca estudiantil y desde entonces he vivido sola en esa Alemania que vivía recortando en fotos. Pero nunca pensé que aquí, en plena hanseática y universitaria ciudad de Luneburgo, en una de sus calles que tanto amaba, a mitad de parque, en una tranquila tarde de verano, la pesadilla volviera sin avisar.
¿Cuándo parará de gritar la vieja esta? Me está perforando los oídos porque no estoy muerta, puedo oír perfectamente. Más chismosos se arremolinan todos mirándome desde arriba como un animalito de circo. Como una de esas mujeres barbudas o enanos que todos ven con cierto morbo, solo que en este caso nadie pagó entrada. Uno de ellos, que parece ser médico, o estudiante, me ausculta con una linterna apuntándome directamente a los ojos. Nada.
El jovencito no me ve con humanidad o siquiera lástima, puedo darme cuenta de que me mira como a una rata de laboratorio a la que sería interesante diseccionar. El fiscal no demora en llegar y baja de su auto dando orden de que me levanten y me lleven a la morgue. Han revisado toda mi ropa en busca de algún documento o manchas de sangre, sabía que debí sacar mis papeles o aunque fuera mi billetera. Pero no, tonta, tuviste que salir a trotar sin nada que te identifique, ni siquiera la plaquita con tu nombre y tus datos que te regaló tu primer enamoradito cuando apenas tenías cinco años, vaya regalo para original y que no sabía si me hizo sentir amada o al nivel de su Schnauzer.
Recuerdo que el primer ataque lo tuve frente a él, aún recuerdo sus gritos y el miedo en su rostro. Era mi primer beso. Me desvanecí y con mi rostro inexpresivo hacia el cielo perdí toda noción del tiempo y del espacio. Luego de sacudirme y darse cuenta de que no estaba jugando a los encantados, creyó que me había matado con un beso. Sin parar de llorar y de echarse la culpa, salió corriendo y yo me recuperé al cabo de cinco minutos. Nunca lo volví a ver y desde entonces supe que era diferente.
Me han colocado sobre una fría camilla. Puedo sentir el frío del metal en mis brazos, esa vieja gritona me quitó el buzo para tratar de dar con alguna identificación. Por ello, mis brazos desnudos sienten el metal. El fiscal no sale de su asombro y reprende al policía gritándole lo inepto que es. Las camillas son para los enfermos, a mí me espera la bolsa negra. Me colocan con cuidado en el inmenso costal de plástico negro, mientras suben el cierre hermético , antes de sumirme en total oscuridad, veo el rostro hipócrita de esa vieja horrible que dice lo hermosa que soy y lo mucho que se parecía a mí cuando era joven.
Recuerdo haber visto ese tipo de bolsas antes en las películas de terror. Y estar aquí dentro me resulta totalmente espantoso, tan o más que las películas que solía ver muy tarde por la noche sola en medio de la sala, cuando papá y mamá dormían en el segundo piso. Se que aún no me han enterrado, pero estar en esta bolsa es casi lo mismo. No podría decir que me ahogo, porque mis pulmones tampoco responden, ni mi pulso, ni mucho menos mi corazón.
Es gracioso si se ponen a pensar, soy como una computadora que suele a veces colgarse sin previo aviso ni fallo. El vehículo se detiene, y siento como me arrastran hacia fuera de la camioneta. Ahora me siento flotar, pues al parecer me llevan dos forenses que parecen muy entretenidos conversando acerca del partido de fútbol de la noche: Stuttgart vs. Hannover 96, ya cállense por el amor de Darwin.
Tengo miedo, porque tal vez no vaya a enterarme de los resultados del partido, ni de ningún otro. Las puertas se han abierto de par en par y empiezan a llevarme con más velocidad, asumo que a lo largo de un pasillo ya que no hay vueltas ni giros. De repente me siento caer y mi cabeza toca violentamente el suelo. Uno de los policías me ha soltado sin cuidado alguno. El otro ríe y le oigo servirse un vaso con agua desde un bidón. Él le apuesta a Stuttgart y habla de mí como si fuera un mueble. Espero que gane Hannover y tú pierdas tu apuesta, hijo de puta.
¿Me veré muy linda como experimento en alguna universidad? Vuelve a alzarme entre risas y una animada conversación. Se han detenido y ahora abren el cierre, dejan entrar una luz blanca que impacta contra mis ojos. Una de mis pupilas consigue reaccionar, pero a ambos cavernícolas no les importa más que acabar el trabajo e irse. Me sacan de la bolsa negra mientras calculan mi edad entre risas y me insultan al ponerme veinticuatro. Malnacidos.
Ahora me desnudan lentamente lamentándose por la gran pérdida que el género masculino acaba de tener. Habría tomado a bien los piropos primitivos de esos obesos forenses probablemente vírgenes debido a su acné por toda la cara, de no ser por los ojos enfermizos con los que me miraban: como una muñeca inflable, como un juguete, como un pedazo de plástico inerte. Puede que inerte, pero jamás de plástico, esto se pone irónico. Pero claro, las chicas lindas como yo, allá en el mundo de los vivos del que aún me siento parte, somos a veces vistas como juguetes.
Me colocaron sobre una mesa de metal, me cubrieron toda con una sábana blanca y se dispusieron a irse. “Ah, me olvidaba, tu cinta”, indicaba uno de ellos para regresar, colocarme el distintivo y bautizarme con mi nuevo nombre: N.N.
Al cabo de unos días (tres, cuatro, mil quinientos, no lo sé) entra un médico forense con sus enormes lentes de anchos bordes negros. Su bata blanca ensangrentada me recuerda mucho a las películas de terror, lo cual me pone totalmente nerviosa. El carnicero no se molesta en limpiar ni desinfectar el bisturí. Antes de abrirme se queda mirándome el rostro con la primera mirada de lástima sincera que he visto en toda la tarde. Estoy más que aterrada y hago un esfuerzo sobrehumano por moverme, pero tan sólo muevo un milímetro mi tieso dedo índice. Es inútil, pues el médico no se ha dado cuenta. Si voy a morir así, que el cosmos se apiade de mí y que apague mi cerebro de una buena vez para no sentir todo el horror que siento ahora. Despierta, despierta, despierta. Despierta, Anna, despierta.
Demasiado tarde, ahora habla por su celular mientras deja el bisturí a un lado y saca un taladro con cuchillas pequeñas. Una lágrima comienza a caer por mis sienes hasta morir en la fría mesa de metal. El cegatón bastardo ha terminado de decirle a su mujer que volverá tarde, probablemente por irse a embriagar al Barossa hasta la madrugada. Un cuerpo más, acabemos rápido con esto y vamos a beber. Yo no tendría problemas en que postergara su tarea hasta mañana. Despierta, despierta, despierta. Despierta, Anna, despierta.
Intento mover mis párpados, pero él no se percata de nada y sus cuchillas se acercan directamente al espacio que hay entre mis dos ojos. Desciende lentamente. Si existes, Dios, si alguna vez exististe, si toda la mierda que me dijeron de ti en la facultad es falsa, mira hacia aquí, por favor. Apiádate de esta creación tuya que no pidió nacer con este problema de frizeo involuntario.
Siempre pensé que mi última hora sería más rápida, menos placentera tal vez, da igual, pero más rápida. Luego que sería despedida con una canción bonita y flores, pero no así. La cosa esa con aspecto de sierra se acerca a mi frente. Despierta, despierta, despierta. Despierta, Anna, despierta.
Mi primer baile en la primaria que hizo llorar de alegría a mi abuela, mi primer beso arruinado, la obra de teatro en la preparatoria que me hizo recuperar la seguridad en mí misma, los aplausos, mi fiesta sorpresa cuando logré ser admitida en la Leibniz FH. Mamá, papá, hermano Aldair, a donde quiera que hayas ido luego de no nacer nunca, los amo, no olviden que los amo.
En la sala de autopsias, el médico forense está a punto de abrir la cabeza de la dulce joven no identificada. Lleva más de diez años en esta triste rutina y debía esclarecer la causa de muerte antes de que la Venus anónima fuera a parar a algún laboratorio de galenos aprendices la Escuela de Medicina de Hannover. Unos milímetros antes del contacto, la mano firme de la joven detiene el brazo del médico en menos de un segundo. El taladro sale disparado unos metros y cae al suelo chisporroteando por el impacto.
No es la primera vez que algo así me ocurre, ya de muy niña papá y mamá sabían de mi enfermedad y, si bien sufrían en silencio, supimos superarlo, inclusive hasta el día en que, creyéndome curada, estuve lista para viajar a estudiar al extranjero. Nunca me gustó ser una carga para mis papis, los amo y quiero que estén orgullosos de su única hija, por lo que puse todo de mí en las terapias y luego en los estudios para postular a una beca en el extranjero.
Tomó seis años detener las recaídas conté cada día hasta que lo logré, o al menos creía haberlo logrado. Pese a mis constantes “horas perdidas”, conseguí mi tan soñada beca estudiantil y desde entonces he vivido sola en esa Alemania que vivía recortando en fotos. Pero nunca pensé que aquí, en plena hanseática y universitaria ciudad de Luneburgo, en una de sus calles que tanto amaba, a mitad de parque, en una tranquila tarde de verano, la pesadilla volviera sin avisar.
¿Cuándo parará de gritar la vieja esta? Me está perforando los oídos porque no estoy muerta, puedo oír perfectamente. Más chismosos se arremolinan todos mirándome desde arriba como un animalito de circo. Como una de esas mujeres barbudas o enanos que todos ven con cierto morbo, solo que en este caso nadie pagó entrada. Uno de ellos, que parece ser médico, o estudiante, me ausculta con una linterna apuntándome directamente a los ojos. Nada.
El jovencito no me ve con humanidad o siquiera lástima, puedo darme cuenta de que me mira como a una rata de laboratorio a la que sería interesante diseccionar. El fiscal no demora en llegar y baja de su auto dando orden de que me levanten y me lleven a la morgue. Han revisado toda mi ropa en busca de algún documento o manchas de sangre, sabía que debí sacar mis papeles o aunque fuera mi billetera. Pero no, tonta, tuviste que salir a trotar sin nada que te identifique, ni siquiera la plaquita con tu nombre y tus datos que te regaló tu primer enamoradito cuando apenas tenías cinco años, vaya regalo para original y que no sabía si me hizo sentir amada o al nivel de su Schnauzer.
Recuerdo que el primer ataque lo tuve frente a él, aún recuerdo sus gritos y el miedo en su rostro. Era mi primer beso. Me desvanecí y con mi rostro inexpresivo hacia el cielo perdí toda noción del tiempo y del espacio. Luego de sacudirme y darse cuenta de que no estaba jugando a los encantados, creyó que me había matado con un beso. Sin parar de llorar y de echarse la culpa, salió corriendo y yo me recuperé al cabo de cinco minutos. Nunca lo volví a ver y desde entonces supe que era diferente.
Me han colocado sobre una fría camilla. Puedo sentir el frío del metal en mis brazos, esa vieja gritona me quitó el buzo para tratar de dar con alguna identificación. Por ello, mis brazos desnudos sienten el metal. El fiscal no sale de su asombro y reprende al policía gritándole lo inepto que es. Las camillas son para los enfermos, a mí me espera la bolsa negra. Me colocan con cuidado en el inmenso costal de plástico negro, mientras suben el cierre hermético , antes de sumirme en total oscuridad, veo el rostro hipócrita de esa vieja horrible que dice lo hermosa que soy y lo mucho que se parecía a mí cuando era joven.
Recuerdo haber visto ese tipo de bolsas antes en las películas de terror. Y estar aquí dentro me resulta totalmente espantoso, tan o más que las películas que solía ver muy tarde por la noche sola en medio de la sala, cuando papá y mamá dormían en el segundo piso. Se que aún no me han enterrado, pero estar en esta bolsa es casi lo mismo. No podría decir que me ahogo, porque mis pulmones tampoco responden, ni mi pulso, ni mucho menos mi corazón.
Es gracioso si se ponen a pensar, soy como una computadora que suele a veces colgarse sin previo aviso ni fallo. El vehículo se detiene, y siento como me arrastran hacia fuera de la camioneta. Ahora me siento flotar, pues al parecer me llevan dos forenses que parecen muy entretenidos conversando acerca del partido de fútbol de la noche: Stuttgart vs. Hannover 96, ya cállense por el amor de Darwin.
Tengo miedo, porque tal vez no vaya a enterarme de los resultados del partido, ni de ningún otro. Las puertas se han abierto de par en par y empiezan a llevarme con más velocidad, asumo que a lo largo de un pasillo ya que no hay vueltas ni giros. De repente me siento caer y mi cabeza toca violentamente el suelo. Uno de los policías me ha soltado sin cuidado alguno. El otro ríe y le oigo servirse un vaso con agua desde un bidón. Él le apuesta a Stuttgart y habla de mí como si fuera un mueble. Espero que gane Hannover y tú pierdas tu apuesta, hijo de puta.
¿Me veré muy linda como experimento en alguna universidad? Vuelve a alzarme entre risas y una animada conversación. Se han detenido y ahora abren el cierre, dejan entrar una luz blanca que impacta contra mis ojos. Una de mis pupilas consigue reaccionar, pero a ambos cavernícolas no les importa más que acabar el trabajo e irse. Me sacan de la bolsa negra mientras calculan mi edad entre risas y me insultan al ponerme veinticuatro. Malnacidos.
Ahora me desnudan lentamente lamentándose por la gran pérdida que el género masculino acaba de tener. Habría tomado a bien los piropos primitivos de esos obesos forenses probablemente vírgenes debido a su acné por toda la cara, de no ser por los ojos enfermizos con los que me miraban: como una muñeca inflable, como un juguete, como un pedazo de plástico inerte. Puede que inerte, pero jamás de plástico, esto se pone irónico. Pero claro, las chicas lindas como yo, allá en el mundo de los vivos del que aún me siento parte, somos a veces vistas como juguetes.
Me colocaron sobre una mesa de metal, me cubrieron toda con una sábana blanca y se dispusieron a irse. “Ah, me olvidaba, tu cinta”, indicaba uno de ellos para regresar, colocarme el distintivo y bautizarme con mi nuevo nombre: N.N.
Al cabo de unos días (tres, cuatro, mil quinientos, no lo sé) entra un médico forense con sus enormes lentes de anchos bordes negros. Su bata blanca ensangrentada me recuerda mucho a las películas de terror, lo cual me pone totalmente nerviosa. El carnicero no se molesta en limpiar ni desinfectar el bisturí. Antes de abrirme se queda mirándome el rostro con la primera mirada de lástima sincera que he visto en toda la tarde. Estoy más que aterrada y hago un esfuerzo sobrehumano por moverme, pero tan sólo muevo un milímetro mi tieso dedo índice. Es inútil, pues el médico no se ha dado cuenta. Si voy a morir así, que el cosmos se apiade de mí y que apague mi cerebro de una buena vez para no sentir todo el horror que siento ahora. Despierta, despierta, despierta. Despierta, Anna, despierta.
Demasiado tarde, ahora habla por su celular mientras deja el bisturí a un lado y saca un taladro con cuchillas pequeñas. Una lágrima comienza a caer por mis sienes hasta morir en la fría mesa de metal. El cegatón bastardo ha terminado de decirle a su mujer que volverá tarde, probablemente por irse a embriagar al Barossa hasta la madrugada. Un cuerpo más, acabemos rápido con esto y vamos a beber. Yo no tendría problemas en que postergara su tarea hasta mañana. Despierta, despierta, despierta. Despierta, Anna, despierta.
Intento mover mis párpados, pero él no se percata de nada y sus cuchillas se acercan directamente al espacio que hay entre mis dos ojos. Desciende lentamente. Si existes, Dios, si alguna vez exististe, si toda la mierda que me dijeron de ti en la facultad es falsa, mira hacia aquí, por favor. Apiádate de esta creación tuya que no pidió nacer con este problema de frizeo involuntario.
Siempre pensé que mi última hora sería más rápida, menos placentera tal vez, da igual, pero más rápida. Luego que sería despedida con una canción bonita y flores, pero no así. La cosa esa con aspecto de sierra se acerca a mi frente. Despierta, despierta, despierta. Despierta, Anna, despierta.
Mi primer baile en la primaria que hizo llorar de alegría a mi abuela, mi primer beso arruinado, la obra de teatro en la preparatoria que me hizo recuperar la seguridad en mí misma, los aplausos, mi fiesta sorpresa cuando logré ser admitida en la Leibniz FH. Mamá, papá, hermano Aldair, a donde quiera que hayas ido luego de no nacer nunca, los amo, no olviden que los amo.
En la sala de autopsias, el médico forense está a punto de abrir la cabeza de la dulce joven no identificada. Lleva más de diez años en esta triste rutina y debía esclarecer la causa de muerte antes de que la Venus anónima fuera a parar a algún laboratorio de galenos aprendices la Escuela de Medicina de Hannover. Unos milímetros antes del contacto, la mano firme de la joven detiene el brazo del médico en menos de un segundo. El taladro sale disparado unos metros y cae al suelo chisporroteando por el impacto.
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