sábado, 11 de junio de 2011

Vacaciones en Larco Herrera - Primera Parte

No te volveré a ver, el por qué no importa ahora, solo el cómo y aquí vamos. Mi buen mejor amigo me ha pedido que deje de llorar y me calme para explicarle mi problema al doctor. Como todos en algún momento de nuestras vidas, llegamos a un punto de depresión donde el control se va de las manos y nos vale un carajo la palabra “cálmate”.

No puedo calmarme ni quiero hacerlo, no respondo todas las preguntas y solo quiero ir a casa. “Lo siento, su amigo tendrá que pasar la noche aquí”. ¿Qué?
Antes de que mis oídos dieran crédito a la frase, mi cuerpo era llevado pacíficamente al salón “C” y depositado en una cama. No opuse resistencia y quedé dormido en el acto, tal vez porque cerraba los ojos con la esperanza de abrirlos horas después en otra parte y me dijeran que todo era una joda para Tinelli.
Maldita sea, era realidad: era el nuevo interno del salón “C” para enfermos en reposo. “En reposo” suena amable cuando la verdadera definición debería ser: suicidas y locos potencialmente peligrosos. Mi primera dotación de pastillas llega con el desayuno y una enfermera que me mira como rata de laboratorio.
 “¿Cómo amaneciste, Rondón Quispe?”, “Menos loco, ahora dígale al doctor que quiero irme”. La momia juanita con bata blanca me lanza una sonrisa poco tranquilizadora  y sumamente hipócrita: “prepárate, conchetumadre, te queda mucho tiempo para pensar en lo que hiciste”, decir eso habría resultado más honesto y menos perturbador que su mueca compasiva.
Juan Manuel, un distribuidor de quetes de Jesús María, está en la cama contigua. Me dice que se va a morir de SIDA pero que antes desea ver a su hijo Ernesto de 4 años, quien no sabe lo que es un quete, ni quién es la tal SIDA, ni cuando volverá su papá del “viaje de negocios a Bolivia”.
Me convida un poco de su arroz árabe, porque lo odia tanto como al resto de internos. Le propongo jugar al “Yo nunca”. Le explico que el juego consiste en brindar con alcohol (en este caso agua porque no hay de otra) y decir “yo nunca hice tal cosa”, si lo hiciste haz de beber un trago. La gracias del juego es quedar totalmente ebrio. En nuestro caso, solo podríamos quedar repletos de agua y sin espacio para el almuerzo.
“Yo nunca he violado a dos mujeres en un día y les he robado la plata para comprar merca”. Ok, he quedado como un pobre huevón. Me trago mi inofensivo “yo nunca fumé marihuana” y le propongo seguir hablando de nuestras opuestas vidas mientras el nuevo interno es amarrado a su cama. Sin nombre, 14 años y una insistencia para gritar “Mamá” y “Jesuscristo” (Sí...JESUSCRISTO) que comienza a hartarme.
Una hora después, me dispongo a dormir mientras Juan Manuel tortura con un palito de helado al más viejo de los internos. “Técnico, técnico”, grita el anciano pelón. Pero no vendrán a asistirlo, el enfermero Juan Manuel ha decidido aplicarle la terapia del “Calla conchetumadre”. ¿Adecuada?, no. ¿Efectiva?, júrenlo.
¡Jesuscristo!, ¡Jesuscristo!. Los 14 abriles de Sin nombre le dan toda la fuerza para seguir gritando. Juan Manuel se acerca despacio a su cama como el cuco por la noche. “Escúchame, pendejo, te callas o te llevo con Jesucristo pero con el de arriba”.
Sin nombre se ha quedado mudo. Ya puedo dormir, aunque la enfermera que me mira como rata ha venido a sacarme del sueño. “Rondón, tu ropa”, la casi anciana es tan imbécil que no termina de darse cuenta de que un papelito incrustado por mi mejor amigo entre el buzo y el polo me trae noticias del exterior. Mi corazón se detiene, ¿saldré esta misma noche?, ¿Te volveré a ver o me quedaré internado pensando en ti y oliendo a medicina por el resto de mi vida?

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