Mi mejor amiga ha muerto. Se fue sin que pueda despedirme, lo que hace que me sienta más miserable. Si escribo estas líneas a más de un mes de tu muerte, no es porque no la haya sentido, sino porque vivía engañándome y haciéndome creer que aún vivías, que volvería a casa y te encontraría ahí, sonriéndome sin decirme absolutamente nada. A veces la negación es el siguiente paso a la partida, porque no queremos enfrentar el dolor, porque la mentira es más reconfortante que la ausencia.
Ahora que volví a casa y no te encontré, solo quedaba en el suelo la tierra que aún conserva tu olor, algunas plumas de las aves que mataste y cuyos cuerpos sin devorar dejabas por la sala o en mi habitación. Tus huellas por toda la sala me gritan que llegué tarde, una tardanza sin excusas ni remedio.
Mi estúpido consuelo es que moriste en un lugar mejor que nuestra primera casa: un palacio rústico lleno de comida insana (que fue la que siempre agradeciste más), conejos para torturar y medias para esconder bajo la cama. El mundo era tuyo, ya jugabas, ya mordisqueabas todo a tu paso, ya saltabas hasta el techo para hacerme saber que estabas contenta.
Gracias, mi amor, porque creciste conmigo, porque nos deprimimos y sufrimos juntos, yo con Valprax oculto en mi lonchera y tú con el papel higiénico que robabas del baño. Es gracioso: cuando me caí por primera vez de la bici, mamá no estuvo para consolarme, pero tú corriste para lamer mis heridas y olfatearme la cara, como si adivinaras que eso me hacía reír.
Sé que mis juegos no siempre te agradaron, pero estuviste ahí para soportar que te hiciera vestidos de papel periódico, que te pusiera polos, cajas y hasta un tutú, como si fueras humana. No, no eras humana. Tu amor y tu lealtad eran superiores a las de cualquiera de mi especie.
Aún recuerdo cuando llegaste de Cuzco con tu expresión de desconfianza y gruñendo por todo, nada te parecía, nada te gustaba, nada estaba bien. Es cierto, amor mío, nada estaba bien hasta que tú llegaste para alegrarlo todo.
Papá siempre te gritó, incluso cuando fuiste más vieja que él y le recordaba que no es bueno gritarle a tus mayores. Él nunca aprendió a pronunciar bien tu nombre y te echó de la casa pensando que deshaciéndose de un segundo animal (tú) para quedarse solo con uno (yo), haría la vida más simple. Pero te extrañó, no sabes cuánto y nunca lo sabrás porque moriste sin que pueda decírtelo.
Fuiste mamá soltera: Adjetivo, Señor, Tamara, Petete, Lujuria y Yonofui fueron cinco angelitos que llegaron al mundo para resucitar la ternura que habíamos olvidado debajo de la mesa. Cuando papá decidió sacrificarlos, lo odié tanto como todos en la casa. Los tres primeros fueron salvados cuando les conseguí hogar, un destino distinto a la eutanasia y al sueño eterno que ahora tú conoces.
Cuando le conté a papá que habías muerto, no terminó su café y se fue a su cuarto sin decirme nada. Tal vez para llorar sin que lo viera, tal vez para asimilar lo que hasta ahora yo no consigo entender: por qué. Nunca tendremos la respuesta, lo cual nos duele aún más.
Ahora que no hay nadie que me despierte con besos por toda la cara o destienda mi cama cuando no esté en mi habitación, la vida es un poco más cruel. Me harás falta siempre y ya nada será lo mismo, porque no pudimos despedirnos, porque no cerramos nuestra historia, porque te mataron a drede.
Te amo. Este post no tiene un final marcado porque tú tampoco lo tendrás en mi corazón. Sé para siempre mi angelito de pelusa, tierra y motas. Háblame sin hablar, juega conmigo una vez más, dame una señal de que, en este mundo o el otro, sigues ahí escuchándome y correrás hacia mí cuando vuelva a caer al suelo, sea o no por mi propia voluntad.
Regresa para separar las papas del arroz, para esconder las verduras, para amarnos más que a nadie. Mis líneas no están completas, nosotros sin ti, tampoco.