Estoy totalmente convencido de que el mal se ha reencarnado en la “fotocopista” de la cafetería de mi facultad. Un ser de cuatro ojos (tres de vidrio) y una inmensa papada, con el perdón de los seres bondadosos que tienen esa acumulación adiposa bajo la cara.
El mal te recibe con cara de pocos amigos, diciéndote que no hay tinta si deseas imprimir y que la red de seguro estará lenta. A nivel de marketing, un empleado que despotrica de su negocio no es algo tan conveniente, pero ella disfruta alejándote de su reino con olor a tinta, papel viejo y pica pica blanco y negro.
Si el mal sonríe, lo hará triunfalmente para celebrar que no podrás imprimir a tiempo tu trabajo, que tu USB tiene virus, que tu flaca no se acordó de enviarte el documento tipeado, etecé, etecé. Tu desgracia es su felicidad, así es el mal, infelizmente feliz.
No invadas el espacio del mal, no te acerques a su fuerte de madera y montañas de papel o cojas su engrapadora y perforadora, maldecirá con la mirada y con la boca a tus miserables padres que no te compran todos los útiles y a ti por no engrapar y perforar en tu casa, jovencito. El jovencito puede sonar despectivo, arpía, pero me satisface saber que lo dices con envidia.
Hoy el mal me ha tronado los dedos para decirme que me aleje de las computadoras y espere mi turno para imprimir detrás del mostrador. Mi lengua se carga de veneno y estoy a punto de lanzarle la única arma que podría herirla en lo más profundo de su ser. “Está bien, señora”. Viéndose obligada a recordarme que es señorita, daría la victoria.
Pero no. Es lunes y no tengo las ganas ni la natural predisposición al caos de los viernes o los sábados. Voy al mostrador a esperar maldiciéndola bajito y rogando que muera virgen, soltera y con un salario mínimo. Mi discreto deseo se evidencia por las escandalosas carcajadas de mi amiga. “Shhh, no se ría así señorita, carambas”. Entiéndela, Pamela, ha olvidado como reír.