La islita en medio del Atlántico nos da la bienvenida con una sobredosis de Bachata y un sunset de postal. Las vacaciones comienzan así, al oriente de La Española y lo más lejos de casa que he estado en mi vida.
La ciudad hotelera se alza a tres horas del aeropuerto Las América. Una vez allí, una pulsera es la respuesta a todas tus preguntas y el fin de toda preocupación.
El personal de servicio, haitianos en su totalidad, te da la bienvenida y te sonríe hasta su hora de salida. Después, su mueca amable se tornará en hostilidad y prisa, por lo que les valdrá dos carajos tu existencia y su única prioridad será llevarse toda la fruta ornamental que puedan del buffet, que en la segunda noche te marea con tantos sabores y nacionalidades.
La playa, a dos pasos de la puerta de tu cuarto, te hace sentir tan pequeño como un grano de arena en medio de la inmensidad Atlántica. Aquí no hay muchas olas, puedes avanzar mar adentro todo lo que te venga en gana y el agua siempre llegará a tu cintura, como un espejo gigante, como una postal del Caribe en la que caímos por casualidad.
Tras tomar el sol y comprobar que es más cálido estar dentro del agua que fuera de ella, es hora de ir a nadar con rayas, tiburones y delfines. Mis compañeros insisten en que me convertiré en el almuerzo, pero nada como sacarse el clavo cuando quieres algo.
La instrucción es clara: nunca demasiado cerca, nunca muy atrevido, que sean ellos los que se acerquen a ti como si estuvieses en el menú. Los hijos de Flipper conocen su rutina a la perfección: Salto, beso, canto y el moon walker de Michael Jackson, luego un pescaso de premio y el entusiasmado turista puede irse por donde vino.
Sin snorkel, porque lo detesto, veo el suelo submarino moverse con apacibles rayas de ojos pacientes, mientras que los tiburones gato o nodriza nadan en círculos a tu alrededor, haciéndote sentir un snack, recordándote lo vulnerable que eres como especie y lo indefenso que estás en sus dominios.
Navegar por el Caribe es un sueño hecho realidad, la isla Saona es un buen refugio para escapar de todo, hasta de ti. Si tienes algo de suerte y llueve en alta mar, los delfines salvajes se acercarán a tu bote para revivir los tiempos en que ellos y el hombre fueron amigos alguna vez.
La comida típica me resulta nueva, arroz y frejoles negros en todas sus variantes me hacen extrañar un buen ceviche en el mercado de Magdalena, a miles de kilómetros de donde me encuentro ahora.
En República Dominicana jamás se duerme, las discos abren toda la noche con ron-colas para dar la bienvenida al exceso, más aún si bordeas los 20 y te puedes permitir algunas estupideces.
Un alegre carrito como el que usan los golfistas podrá devolverte a tu habitación desde el lobby si estás demasiado cansado. El gentil haitiano que lo conduce nos menta la madr ene creol por hacerle trabajar de madrugada y maneja por todos los pantanos hasta las habitaciones, allí volvemos en grupo para dormir y despertar al día siguiente sin mucho arrepentimiento por la noche anterior.
Me he llevado a La Oreja de Van Gogh y a Enigma en los audífonos, pero vengo siendo torturado con Prince Royce que viene recordándonos que "solo quiere darte un beso" por centésima vez (sin exageración alguna). El paraíso existe al pie de una palmera con un buen coco para calmar la sed como no lo harán las miserables botellitas de Coca-Cola de 15 dólares cada una. Mi amiga Sabina, una española lesbiana con aspecto de Justin Bieber y piel dorada, me recuerda que el glorioso verde vale un soberano rábano en República Dominicana. Pesos, pol' favol', chico, pesos.
En las afueras del emporio hotelero, los buscones te ofrecen prostitutas, cocaína, marihuana y otras drogas de nombre impronunciable a plena luz del día y con la naturalidad de quien te vende souvenirs. La diferencia socio-económica entre Plaza Bávaro y el complejo hotelero, tan próximos uno del otro, es abismal. Si sales a explorar fuera de tu burbuja paradisíaca, te llevarás el más crudo recordatorio de que la miseria y la opulencia conviven bajo el mismo sol, separadas tan solo por algunos metros, odiándose pero necesitándose a la vez.
La gente en el pueblo es amable, te mira a los ojos y siempre está dispuesta a compartir anécdotas. Las haitianas y haitianos del personal de servicio, gran parte de ellos con Biblia en mano, te cuentan algunas de sus historias, extrañados porque estés conversando con ellos a espaldas del hotel en vez de tomar el sol hasta sufrir insolación o embriagarte todo el día en las playas del frente. El personal es retirado de los hoteles en buses con lunas cubiertas, como si de cargamento se tratase, algo que puede llegar a indignarte si consideras absurdas algunas políticas laborales o si tienes un mínimo de conciencia sobre lo que es la igualdad.
Así es la isla de don Diego Colón: bachatera, bonachona, contradictoria e interminable. Una eterna fiesta de Coco Loco sobre el catamarán, con los colores del sunset y la brisa marina que se te mete por los pulmones hasta el alma, donde quiera que la tengamos y sea del color que sea.
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No eres tú, son ellos.