miércoles, 6 de marzo de 2013

Primer Día





 A: Cañamero, "esto es quinto, wevona"



El inicio de todo casi siempre es más emocionante que el intermedio o el fin. Los primeros días de clase tienen ese componente agridulce: nervios, útiles nuevos, berrinches histéricos (ya sea en nido, colegio o universidad) y mucho miedo a no hacer las cosas bien.


Confieso que mi ritual de los primeros días de clase, antes de que decidiera anularlos para siempre del segundo ciclo de facultad en adelante, fue siempre igual: levantarte excepcionalmente temprano, desayunar rápido, tratar de no sentirte el nuevo en un mundo de extraños o de no caer en lo pomposo al reencuentro con viejas caras. 


El Vinifan de los cuadernos, el olor de la pasta de los mismos en su primer uso, relucientes todos antes de terminar agrietados y con las puntas arrugadas en el fondo de la mochila. El primer día es eterno y las emociones agotan más que el esfuerzo de lo que cargas: kilos de libros o cajas de crayolas. 


Aunque confieso que era mas divertido el "déjame arreglarte, hijito" que el "ya sal, carajo", esos inicios son nostálgicos porque siempre olvidaré algo, romperé el hielo con alguien o dudaré en donde sentarme, junto a ti no porque me aterras al arrimarte al propósito como diciendo "acá es, acá es".





Perderé la insignia, mataré a mi abuela cuando no haya hecho la tarea, prestaré lapiceros que nunca me devolverán y odiaré tu portaminas, cuya cajita de repuestos jamás volverás a ver después del primer descuido. Y nunca falta quien llega tarde, quien se da cuenta de que se equivocó de aula (o de vida) al final de la clase, quien se siente Dios porque trajo borrador de papa, el que pide prestado papel, lapicero o dinero para hierba en el recreo que luego será "break". 

Haciendo un mea culpa, confieso con remordimiento que fui yo el indeseable kami-kaze que traía su pan con huevo en táper, el cual aprendí a abrir en el patio o a kilómetros del aula para no ocasionar una catástrofe nuclear. Precisamente, fue uno de esos "primeros días" en que decidí cambiar toda esa olorosa proteína por kilos de preservante inofensivo de colores y rico en azúcares.


Lamentablemente, ya no volveré a vivir un primer día, porque mi ritual sagrado desde los 19 fue no salir de la cama y cambiarlos por una jornada de sueño ininterrumpido, por despertar acompañado o por excesos irreproducibles que casi siempre eran consecuencia de lo anterior. 


Que la fuerza acompañe a todos los que van rumbo al patíbulo, a ese monte Gólgota que es el primer día. Lleven siempre un lapicero Pilot indestructible, un caramelo de limón por si no tienen nada que decir y audífonos por si creen que no tienen nada que escuchar. Y por favor, no se cansen de preguntar si habrá examen: siempre hay. 


Si creen que es un error, vayan al baño y no vuelvan. Si tienen hambre, las San Jorge de animalitos te salvarán hasta el recreo. Si lloran, que no los vean. Si son bulleados, entren rapidito. Si son populares, disimúlenlo un poco. Si quieren dormir aún, siéntense al último. Solo vive el comienzo de todo, no habrá otra oportunidad para equivocarte tanto.




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