Es hora de abrir el corazón para revelar mi fobia mayor, la cual puede resultar hasta cierto punto ridícula. La inercia es la más grande, pero hay otra que se oculta en algunos almuerzos, chifas y ensaladas insoportables y sanas: el brócoli.
Desde los cuatro años, nunca me consideré complicado para comer, pues mi madre sustituta y mi padre sustituto supieron inculcarme el sano hábito de comer de todo. Pudieron con el tomate, el apio, el zapallo y toda verdura a la que un niño pueda decirle que no, pero decidieron darse por vencidos con el brócoli.
El típico castigo de "te quedas sentado hasta terminar" nunca funcionó conmigo, lo acepto con cierta vergüenza, pues al regresar a las cuatro de la tarde ibas a encontrar el brócoli intacto y tal cual lo serviste. "Nos rendimos", dijo 'Mamama' Julia, que en paz descanse.
En honor a la verdad, por las noches sueño que un brócoli gigante me persigue con un platito de plástico "Basa" y una cuchara para hacerme devorar a sus hijos hasta morir de náuseas o atragantado. Hasta el momento y gracias a mi subconciente travieso, siempre consigo escaparme en un auto, lanzándome de una azotea o con cualquier otra maniobra digna de Liam Neeson en "Búsqueda implacable".
No hay mucha ciencia, puede que el origen de esta fobia radique en su forma de arbolito irregular con muchos puntitos pequeños que rozan la tripofobia con tu verde chillón, o tu composición química que, a metros, me produce arcadas involuntarias y me hace recordar que puedo saltar de puentes o matar por los que amo, pero no puedo triturarlo con mis dientes ni soportar su horrendo sabor.
Algunas veces e intentado ser valiente y comerlo contra mi voluntad. ¿A quién engaño? todo el mundo es valiente con un vaso de refresco al costado para engañar al paladar y tragarlo entero. Me río de mí mismo porque no sé si exista la palabra "brocolifóbico", pero he encontrado otras personas como yo con las que pienso poner un grupo de apoyo, una ONG o al menos crear una marcha ridícula de esas de Facebook para que lo alteren genéticamente y sea digerible al fin.
En esta comunidad brocolifóbica, se dará apoyo psicológico, asesoría espiritual y charlas motivacionales para superar el problema o aprender a vivir con él. Una vez al mes, tendremos encuentros de confraternidad, salidas al campo y pichanguitas con nuestros hermanos anti-espárrago, anti-mondongo y anti-frejolito chino, que los he conocido y muchos. Probablemente, los intolerantes a la lactosa puedan presidir las primeras charlas, pues ellos están en nuestros zapatos y han salido adelante de una forma ejemplar a lo largo de la historia de la humanidad.
Y aunque, por esas misteriosas razones que esconde el universo, su versión licuada en crema o su presentación en pastel me resulten una verdadera delicia, su aspecto puro me sigue siendo repulsivo, perturbador y propio de una película de Ruggero Deodato.
Espero no le cuenten mi secreto a nadie, como si la sola publicación de este no fuese ya suficiente motivo de risa, pero al menos el reconocer el problema es un primer paso para superarlo. En mis próximos almuerzos, prometo verlo siquiera e intentar domarlo, tal como lo hice con su hermana la col y su melliza sonsa, la colifor, en inofensivo saltadito.
Probablemente, algún día eduque mi paladar y pueda comerlo con el mismo placer con el que aprendí a disfrutar de la gastronomía japonesa. Mientras ese lunes llega, termino estas líneas con papá llamándome a almorzar una nutritiva ensalada a la que, por supuesto, ya le sacó el brócoli del demonio. "Carajo, has comido Suri y hormiga y no puedes con el arbolito". No puedes juzgarme, viejo, no puedes juzgarme.
sábado, 4 de abril de 2015
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