viernes, 23 de agosto de 2019

Morir lento


Y esa noche, torpes, sin entender a exactitud lo que hacíamos, sin saberlo, morimos lento.

Nuestra rivalidad era implícita desde el inicio, desde que nos vimos las caras por primera vez, como en un circo romano, como en una batalla de esgrima, pero algo no andaba bien: No éramos los enemigos a muerte que el resto esperaba que fuéramos. La gente ansiaba ver cómo nos despedazábamos terminándose el pop corn durante los trailers antes de iniciar la película. Y entre toda esa expectativa, nosotros no terminábamos de entender por qué ese duelo a muerte no terminaba de llegar.

Por supuesto que fuimos equipo, por supuesto que unimos fuerzas y por supuesto que compartíamos noches de tareas como cualquier par de estudiantes a nuestra edad. Snacks, fruta cortada por tu madre y Shania Twain de fondo para amanecidas de tarea, maquetas y proyectos de computadora allá por Windows XP.

Nada fuera de lo normal hasta esa maldita noche. La noche pre-exámenes bimestrales en que, siendo más tarde de lo normal, tu madre no iba a permitir que me fuera a casa, siempre había un colchón tamaño familiar para que el invitado se quedara a dormir. Craso error, Doña Constanza, craso error.

Mi primera noche fuera de casa iba a transcurrir de lo más normal: Yo dormiría en un intento de colchón King Size y tú con tu madre, amén. Sin embargo, tú tenías otros planes para nosotros y mi mente estaba a punto de colapsar.

Quienes han dormido conmigo (amigas, amigos, familiares, parejas, intentos de pareja, etc.) saben que duermo sobre mi lado izquierdo desde que leí por ahí que esa postura evitaba problemas de salud; sin embargo, eso no evitaría los problemas en los que me meterías desde esa noche en adelante.

Mi sueño empezaba a sacarme de la realidad cuando el peso de algo a mis espaldas me devolvió a ella asustado: Ahí estabas tú, dándome la espalda al propósito en vez de dormir con tu madre como Dios y los cuatro evangelios mandaban.

Con los latidos acelerándose, me giré al mismo tiempo que tú, sin entender el por qué, como en una coreografía, como si estuviera ensayado. Mi corazón y el tuyo latían con la misma fuerza del bombo en la banda del colegio, casi resonando por toda la habitación.

Me acerqué lento, pensando que recibiría un rechazo incómodo que acabaría con un empujón y la muerte de nuestra amistad de seis meses y medio. Sin embargo, encontré tu pelo con olor a shampoo Johnson de manzanilla, una marca con la que tenías una fijación insoportable. Tu mirada permanecía baja y era lógico: Estabas a punto de suicidarte conmigo.

Prolongando la agonía, comenzaste a subir la mirada buscando mi cara, aunque tus manos llevaban más prisa que tú, tomaste mi mentón para suzurrarme el "Te amo" más honesto y tembloroso del que tuviera recuerdo. Luego, como quien aguanta la respiración para bucear sin snorkel, empezamos a besarnos como si no hubiera mañana.

Luego de 20 minutos de un beso que voló mi cerebro en pedacitos, escondiste tu cara en mi pecho, temblando y con la respiración cortada. "Yo también", fue mi respuesta antes de abrazarte como si fuera a partirte la caja torácica.

Bordeando las 4 AM y con la sal de tus lágrimas en mi cara, repetiste tu beso del infierno por cinco minutos más, para luego despedirte y volver a la cama de tu madre, quien aún roncaba como un motor descompuesto.

Desde esa noche en la que morimos lento, aquella en la que aprendí lo que era besar de verdad y no dar piquitos miserables a todas mis parejas anteriores, nuestra enemistad basada en promedios, exámenes, notas y ponderados se convirtió en el sketch mejor elaborado para una multitud tan estúpida como cercana a nosotros. El pueblo quería circo y había que dárselo. Sin embargo, cada noche de tareas y trabajos finales, la tregua volvería a ese colchón inflable en medio de tu sala, cada vez más intensa, cada vez más premeditada.

Y aunque hoy por hoy, a catorce años de aquel episodio, has muerto físicamente y de ti queden solo unas cuantas fotos de pésima resolución en mis discos duros, en algunas noches de invierno vuelven a mi mente esos besos, tus "te amo" ahogados y tu corazón acelerado que ahora era de mi propiedad y siguió siéndolo muchos años después de graduarnos.

Este es mi homenaje para ti y espero poderte leer esta carta en aquel lugar al que todos vamos a parar después de morir y desde donde, cada cierto tiempo, invades mis sueños sin previo aviso para volverme a besar, como un ángel de la guarda asexual adherido a mí a la fuerza, como un tatuaje en mi alma, como el diablo de la guarda, como todo eso que probablemente seas ahora que no existes más. 

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