"La muerte está tan segura de su victoria que nos concede una vida de ventaja".
Anónimo
El vértigo al máximo nivel, tras haber experimentado descargas de adrenalina tan altos como, por ejemplo, durante una caída libre, deja huellas en tu subconsciente. Lo mismo sucede con la cercanía a la muerte. Poco o nada sabemos de ella, muchos le temen, otros solo buscan evadirla en sus cafés diarios, tal vez retardarla o comprenderla cuando la sienten respirando sus nucas. Hoy les voy a contar mi curiosa conexión con ella.
Estuvimos cara a cara en más de una ocasión en circunstancias que, hoy por hoy, no vienen al caso. Pero en noches como esta, en la que se me aparece para recordarme su existencia tan real como la vida, vale la pena contar lo que me produce.
En ese sueño me traslado a ese momento de colapso de todo a mi alrededor, en donde mi cerebro tendrá que procesar la soledad absoluta y el cambio más radical de mi vida producto del ciclo natural; pero no hay temor frente a eso, solo un recordatorio de que debo seguir agradecido a la vida por un día más, por mi realidad actual, por esta paz que conquisté con más esfuerzo del que la mayoría piensa.
La muerte te sorprende y a veces no, avisa y a veces no, se te aparece y se sienta a conversar contigo de vez en cuando, puede incluso reírse de ti y abofetearte si llegas a sentirte intocable, pero siempre te hará saber que te espera al final o te toca dejando una cicatriz en alguna parte cerca de pecho. En mi caso, ese queloide casi invisible se ha vuelto a activar hoy a las 4 am.
No es casualidad la hora, pues se calcula que es la hora en que nací y la hora en que grandes sucesos en mi vida se han dado. Debo admitir que verla no me es grato y aún me eriza la piel al sentir su peso al sentarse sobre mi cama.
La muerte entra por mi puerta para recordarme que tenemos una deuda pendiente, que no somos amigos (no es amiga de nadie) y que me ha hecho más de un favor por mi terca decisión de aferrarme a la vida. Me mira aún sin entenderme, su rostro es deforme y desencajado. Tengan cuidado con verla demasiado tiempo de frente, eso es algo que solo los valientes podemos hacer y que podría cortarte la respiración si no sabes manejar una conversación con ella.
No trates de ser irónico ni pasarte de listo con ella, recuerda que este sabio personaje representado en todas las culturas siempre sabrá más que tú, eres una intrascendente estadística en la pizarrita que siempre lleva consigo.
La muerte no es maleducada, pues a veces toca la puerta antes de entrar. No intentes fingir que no la escuchaste, porque entonces su actitud hacia ti cambiará y se tornará cortante e incluso hostil, solo deja tu puerta abierta o invítala a pasar, recuerda que está de visita y no se trata mal a las visitas.
Su rostro toma mil formas, aunque sólo revela su verdadero aspecto de madrugada, allí donde la luz no la golpee. Por nuestros cuatro o cinco encuentros, puedo asegurar que he visto su rostro un par de ocasiones: algo desencajado, burlón, ojos cansados, pero con la osadía e insolencia de quien lo sabe todo.
La muerte lleva prisa, por esos sus visitas son cortas. Le cuento que mi sistema respiratorio anda bien y ella responde que he tenido antepasados con pulmones tercos, que le sorprende cuánto he crecido y me toma la mano por primera vez en todas sus visitas. Fría como el hielo, tan fría que te eriza los bellos por completo.
Hago mi mejor esfuerzo por llevar aire a mis pulmones, ella lo sabe y por eso me suelta, me dice que espera no haber sido descortés, que tengo una casa bonita y bien decorada. Le agradezco el cumplido preguntando qué le gusta más, ella responde que mi mesa de snacks: si pudiera comer, arrasaría con mis bandejas de pistachos y mi vino no tan barato.
La muerte mira todo mi cuarto de forma nostálgica, como si hubiera sido joven alguna vez. Se para y me toca la mejilla para despedirse, bajo cero o incluso más. Me dice que es hora de irse porque tiene asuntos que tratar y cuentas que saldar, me pide perdón por haberme despertado tan temprano y se va por mi puerta.
Como acto reflejo, me paro y la sigo para hacerle dos o tres preguntas, pero entonces ya no está y mi sala luce tranquila, sola y acogedora como siempre, de no ser por mi gata obesa que, erizada y con los pelos de punta, ha visto a la muerte entrar con tanta claridad como yo.
Los animales son especialmente perceptivos para eso, le digo a Uma que se calme y le sirvo algo de comer. Mientras esa sensación de pesar abandona mi pecho, busco algo de agua para recordarme a mí mismo que aún no es el momento y que estoy vivo. Solo por si acaso, golpeo mi mano flojamente contra una pared: duele. Ok, todo está en orden. Buenas noches.
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No eres tú, son ellos.