miércoles, 19 de octubre de 2011

Octubre, hagamos agosto





Los olores se mezclan en el aire a lo largo y ancho de la avenida Brasil durante el paso del Cristo Morado opacando sobremanera al magro y sofocante aroma del sahumerio. Vienen, se van, atrapan la atención, encaprichan al estómago y mellan momentáneamente al ferviente católico venido desde lejos para rendir culto a su Señor. Aquí también gobierna otro señor, ese señor gourmet que todo peruano lleva dentro: ávido de nuevos sabores y de nuevas visitas a la clínica debido a cuadros de gastroenterocolitis aguda. No importa, este mes también ostenta sus manjares.

Pasión de carretilla

Doña Silvia no vacila con la sartén en la mano ahora que el fuego de su diminuta hornilla llegó a temperatura suficiente. El arsenal de higadito espera a la derecha dentro de un taper bueno con “B” de Basa. Bien sazonado por su puesto, “sino cómo joven, en la salsa está el secreto”, me dice una sonriente y enorme limeña de 40 años (un aproximado ya que no quise estropear la investigación con tan intimidante pregunta para una mujer) cuyo negocio de “hígado frito”, según me asegura, se ha ganado un lugar en el gusto de los fieles y le ha permitido costear los estudios universitarios de su Jonathan Preston.

Mi espacio en aquella improvisada banquita en la carretilla se ve amenazado por una inmensa comensal que se apretuja y regodea con una porción del dichoso potaje acompañado por papas y lechuga. El primero de tres, pues las otras dos repeticiones aguardan temblorosas en cada una de las rodillas de la clienta estrella. Sus cuatro pequeños, entregados al mismo placer, yacen detrás de ella formados en fila india cada uno con su ‘combo’ en la mano. “Combo, señor. Platito darán otros”, me dice una recelosa doña Silvia.

Más parroquianos van llegando sin importarles el hecho de tener que comer de pie. La poderosa zamba comienza a mirar hacia varios lados calculando fríamente las porciones a preparar. Segundos bastan para el conteo y comienza el mágico preparado: tras verter el aceite vegetal con precisión cirujana, agita su sartén unos segundos mientras las papas van dorándose en otra olla plancha en burbujeante y negro aceite. El panorama es similar en la carretilla del costado.

En medio de su habitual y artística faena, Silvia (confianzudo yo al tutearla) mira por ratos a la competencia: sabe que la guerra está declarada entre las dos únicas carretillas de hígado frito de la cuadra seis de la avenida Brasil. La lechuga es extraída de las profundidades de un inmenso tazón cubierto con lona blanca. Lo verde es servido en porciones más generosas y con notoria premura. Según me revela su dueña, la ensalada de lechuga tiende a negrear y el limón sólo retarda este efecto por unas horas cuanto mucho, luego habrá que subir por más implementos hacia su casa en los alrededores de la Plaza Bolognesi y atravesar la procesión para poder reabastecer el negocio. Todo está casi listo, el platillo no puede servirse sin antes haberse aplicado el ingrediente final: la salsa secreta de especias cuya composición conoce solamente la dueña del establecimiento.

Es un secreto a voces que tal implemento secreto es elaborado en base a felinos domésticos. Los clientes suelen bromear respecto al tema; a Silvia no le hace tanta gracia pero sonríe, siempre sonríe, sabe que el cliente siempre tiene la razón. Dos autos algo desgastados se estacionan en la esquina. Una pareja sale de uno de ellos mientras que del otro desciende una poblada familia, todos caminando firmes hacia Doña Silvia y su puesto de hígado frito. La batalla del día está ganada, la luchadora mamá empresaria vuelve a la carga, se entrega al siguiente asalto y agita su botellita de aceite.

La falsa promesa

A pocos metros de la odisea hepática, en el carril más ancho de la avenida Brasil, se alzan tímidos pero prolíferos los autos Station Wagon y carretillas de los comercializadores de turrón. Basta saltar la valla o atravesar uno de los huecos en alguna parte de la longitud de la misma para acceder a tan tradicional y centenario manjar.

La batalla en cada puesto es intensa, pero la carga es menos pesada cuando se lleva en grupo. Los varones desmenuzan y depositan en cajas los trozos desiguales de las enormes planchas de turrón que llenan toda la parte trasera de los vehículos. Estrellitas y corazones de caramelo para los más afortunados, pepitas a medio pintar y escasas grajeas para el resto.

Las damas tiene otra labor: caminan orgullosas alrededor del ‘antes taxi’ ofreciendo degustaciones de un turrón reducido a grumos de harina. Los mandiles variopintos de las anfitrionas dan a entender al cliente que el comercio informal peruano y el ingenio criollo se zurran con descaro sobre las “Doñas Pepa” y los “San Josés”. La carismática mulata y el padre terreno de Jesús fueron relegados ante el liberalismo mercantil que nos ofrece aquella tarde los riquísimos turrones “Don Cirilo”, “Bon Ami”, “Tobías”, “El Arequipeño”, “Susanita” y “Papis”.

El tradicional dulce del mes morado se ha prostituido escandalosamente al punto de convertirse en un amasijo de harina mazacotuda oculto bajo una ilusoria capa de miel con caramelitos de formas llamativas pintados a medias. Muchos se acercan, las impulsadoras regalan muestras gratis y esbozan hasta el hartazgo su mejor sonrisa. Saben, como me cuenta una de ellas, que tres de cada diez curiosos se convertirá en comprador. No hay de otra, “hay que exhibir el producto”, me dice la muchacha poco menor que yo, refiriéndose más a su pueril voluptuosidad que al producto en sí.

Las carretillas avanzan con los fieles unas cuadras más allá: solitarias y sin marca alguna. Los vendedores de triciclo no se amilanan y exhiben orgullosos sus turrones con miel, ¿miel de qué?, algunos no responden pero poco importa, octubre es una oportunidad de hacer agosto como pocas. Me alejo decepcionado, rezo, me persigno y me dirijo hacia la avenida Tacna en busca de que se me cumpla la cruelmente rota promesa del niño que quiere turrón.

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