“El Señor Rondón es el más sociable de todos los pacientes, en unos días irá a pabellón con sus nuevos amigos. Mientras tanto, pueden hacerle todas las preguntas que quieran aquí en observación”. El médico llega como cada mañana acompañado por sus practicantes de enfermería, una más macho que la otra.
La única enfermera no lesbiana del grupo me sonríe con un gesto de interés contradictorio a su ética profesional, por lo que decido aprovecharme de su gusto por mí. Cuando todas las marimachos han terminado de acosarme con preguntas del tipo “¿Cómo te sientes?”, “¿Ya no piensas en matarte?”, “¿Qué día es hoy?”, le pido a mi heterosexual supervisora que se acerque un momento.
Si bien duda por unos minutos, ya que es conciente de que podría agredirla como tantos locos a los que ha examinado en su vida, le ganan las hormonas y accede a mi petición.
“Toma, este es el número de mi mejor amigo, dile que venga a sacarme de aquí hoy o me llevarán a pabellón hasta que huela a estiércol. Dale tu teléfono y en cuanto salga libre iré en tu busca para hacerte ver las estrellas, primero con las promesas normales de todo chico que quiere ligar y luego en las cuatro perillas. Anda ve”.
Al sexto día, se me han agotado las esperanzas de que la enfermera haya hecho su trabajo para que sea dado de alta, pues mi mejor amigo y un familiar quedaron en venir a visitarme el fin de semana para encontrarse con la noticia de que me tendré que quedar indefinidamente.
Quiero llorar como un mocoso marica, pero me distraigo leyendo por y trigésimo segunda vez el papelito que me envió mi incondicional hermano putativo. “Hemos hablado bien con su padre y todo estará bien, es tiempo de que descanses y lo olvides todo”. No es que esperaba la bendición para el matrimonio, aunque me causa risa imaginar la escena. Romeo y Julieta venden sandalias al costado de nuestra historia, media naranja.
Finalmente, llega la noticia que esperaba: Señor Rondón, han venido por usted. La vieja enfermera arpía ya no disimula sonrisa alguna y me mira con incomodidad. A la insufrible anciana se le escapó un pez gordo que habría podido representar meses de trabajo, cientos de pastillas y, por su puesto, preocupados e ingenuos familiares dispuestos a pagar el internamiento. Esta vez no, vieja puta, esta vez no.
Camino a un café en Magdalena, papá no deja de hacer preguntas de cómo fui a parar allí. Mientras que mi mejor amigo le explica que los cuadros de estrés por estudios y bla bla bla. Inteligente como él solo, algo que siempre admiraré de él. Finalmente, hemos decidido que viviré en la playa Ensenada durante una semana, a fin de dejarlo todo atrás y reponerme de las emociones fuertes. Mar e invierno, buena combinación, mala para los pulmones pero bueno para el corazón.
Mi prolongado retiro espiritual me anuncia que el empezar de cero es siempre una necesidad en las vidas caóticas como la mía. Antes de irme, le pregunto a mi gran hermano del alma como convenció al doctor de que me dieran de alta. “Simple, mi madre tiene contactos y solo dijimos que te atenderíamos en un lugar mejor”, sonríe mientras termina de comprar las galletas de munición que comeré durante mi expedición al olvido.
Se me escapa una carcajada, todos me miran como si estuviera loco (ja!) y de repente, mirando a la ventana, recuerdo a la enfermera, al doctor, a Juan Manuel, a Sin nombre, a Fantasma a las lesbianas y a la enfermera ilusa a la que nunca llamaré. El bus rumbo a Ensenada arranca y yo apoyo mi cabeza dispuesto a dormir y soñar contigo una vez más.
Mientras el sopor se apodera de mí, sonrío convencido de que la vida siempre puede sorprendernos con inverosímiles jodas para Tinelli.